ALMANZA: Los recuerdos y sentimientos de Vicencio Eduardo Medina Diez
Informa: Belén Medina Valbuena
Hola a todos:
Vicencio Eduardo Medina Diez
Desde el lejano Tenerife acabo de abrir un blog y he publicado una de las poesias de mi padre, de momento la primera, pues tiene muchas más.
Es lírica intimista y, en principio, no hay nada que debatir. Son los recuerdos y los sentimientos de una persona mayor, versificados y espero que así lo entendais todos. Mi intención es dar a conocer estas poesías y lo que sí os pediría a los que vivís allí es que las divulgueis, sobre todo entre las personas mayores, que son quienes más compartirán esos sentimientos, y sin embargo, no van a entrar en Internet.
Muchas gracias a todos de antemano.
A MIS PADRES
Fueron mis padres pobres labradores
con muchos hijos y con pocos medios
que pasaron su vida trabajando
y robando muchas horas al sueño.
Se levantaban antes de la aurora
y rogando que Dios les ayudara
se entregaban a las duras faenas
que la casa y el campo reclamaban.
Aunque eran muy difíciles los tiempos
y las economías muy menguadas
gracias a su trabajo y su desvelo
nunca a nosotros nos faltó de nada.
Nunca su entrega fue recompensada
y la única alegría que tuvieron
fue ver como sus hijos tan queridos
crecían al amparo de su esfuerzo.
Recuerdo que mi padre fatigado
se sentaba del banco en el extremo
y después de comer sólo quería
un poco de reposo y de sosiego.
Pidiéndonos un poco de silencio
por el desvelo y el trajín rendido
apoyando en su mano la cabeza
muy pronto se quedaba dormido.
El momento era sagrado entre nosotros
y los mayores y aún los más pequeños
con sigilo nos íbamos marchando
respetando su breve y dulce sueño.
Y después otra vez a las tareas
a la huerta, las tierras o a la era
sembrando, arando, segando o recogiendo
según fuera verano o sementera.
Nosotros desde niño con mi padre
íbamos a las tierras o a la era
y ayudábamos lo poco que podíamos
por hacer la labor más llevadera.
En los días de siega de las mieses
la faena se hacía interminable
y aún nos quedaba hasta pequeño el día
para poder hacer tanta tarea.
Por las tardes las sombras se alargaban
con lentitud el sol se iba poniendo
y los tintes rojizos del ocaso
nos decían que estaba anocheciendo.
Y aún seguíamos con la siega un buen rato
pues mi padre decía
que era el mejor momento de la siega
cuando el calor cedía.
A lo lejos el día iba muriendo
la brisa de la tarde refrescaba
el lucero vespertino salía
ya era noche cerrada.
Regresaban al pueblo apresurados
cuadrillas de cansados segadores
que aún conservaban fuerzas y energías
para cantar alegres sus amores.
Ya muy tarde llegábamos a casa
y aún no había acabado la faena
pues había que atender al ganado
mientras mi madre preparaba la cena.
Por fin sentados todos a la mesa
cenábamos felices y contentos
después de que mi padre bendijera
y agradeciera aquellos alimentos.
Había terminado la jornada
ya mis padres cansados se acostaban
y después de rezar sus oraciones
plácidamente dormidos se quedaban.
Todo su esfuerzo era para sus hijos
sólo se reservaban para ellos
un poco de descanso y de sosiego
y unas horas de sueño.
Los años han pasado,
nosotros con esfuerzo y con entrega
también hemos criado a nuestros hijos
sabemos de trabajo y de desvelos
de privaciones y de sacrificios..
Y como nuestros padres,
para nosotros no pedimos nada,
sólo que nos recuerden con cariño
y que Dios, como premio,
nos dé su paz al fin de la jornada.
Firmado: Vicencio Eduardo Medina Diez
con muchos hijos y con pocos medios
que pasaron su vida trabajando
y robando muchas horas al sueño.
Se levantaban antes de la aurora
y rogando que Dios les ayudara
se entregaban a las duras faenas
que la casa y el campo reclamaban.
Aunque eran muy difíciles los tiempos
y las economías muy menguadas
gracias a su trabajo y su desvelo
nunca a nosotros nos faltó de nada.
Nunca su entrega fue recompensada
y la única alegría que tuvieron
fue ver como sus hijos tan queridos
crecían al amparo de su esfuerzo.
Recuerdo que mi padre fatigado
se sentaba del banco en el extremo
y después de comer sólo quería
un poco de reposo y de sosiego.
Pidiéndonos un poco de silencio
por el desvelo y el trajín rendido
apoyando en su mano la cabeza
muy pronto se quedaba dormido.
El momento era sagrado entre nosotros
y los mayores y aún los más pequeños
con sigilo nos íbamos marchando
respetando su breve y dulce sueño.
Y después otra vez a las tareas
a la huerta, las tierras o a la era
sembrando, arando, segando o recogiendo
según fuera verano o sementera.
Nosotros desde niño con mi padre
íbamos a las tierras o a la era
y ayudábamos lo poco que podíamos
por hacer la labor más llevadera.
En los días de siega de las mieses
la faena se hacía interminable
y aún nos quedaba hasta pequeño el día
para poder hacer tanta tarea.
Por las tardes las sombras se alargaban
con lentitud el sol se iba poniendo
y los tintes rojizos del ocaso
nos decían que estaba anocheciendo.
Y aún seguíamos con la siega un buen rato
pues mi padre decía
que era el mejor momento de la siega
cuando el calor cedía.
A lo lejos el día iba muriendo
la brisa de la tarde refrescaba
el lucero vespertino salía
ya era noche cerrada.
Regresaban al pueblo apresurados
cuadrillas de cansados segadores
que aún conservaban fuerzas y energías
para cantar alegres sus amores.
Ya muy tarde llegábamos a casa
y aún no había acabado la faena
pues había que atender al ganado
mientras mi madre preparaba la cena.
Por fin sentados todos a la mesa
cenábamos felices y contentos
después de que mi padre bendijera
y agradeciera aquellos alimentos.
Había terminado la jornada
ya mis padres cansados se acostaban
y después de rezar sus oraciones
plácidamente dormidos se quedaban.
Todo su esfuerzo era para sus hijos
sólo se reservaban para ellos
un poco de descanso y de sosiego
y unas horas de sueño.
Los años han pasado,
nosotros con esfuerzo y con entrega
también hemos criado a nuestros hijos
sabemos de trabajo y de desvelos
de privaciones y de sacrificios..
Y como nuestros padres,
para nosotros no pedimos nada,
sólo que nos recuerden con cariño
y que Dios, como premio,
nos dé su paz al fin de la jornada.
Firmado: Vicencio Eduardo Medina Diez
A mis mayores
En la ribera del Cea
se alza la villa de
Almanza
pueblo alegre y laborioso
donde hay una
hermosa torre
que sobre un humilde cerro
orgullosa se levanta
Desde allí yo he
contemplado
el extenso panorama
que forman pueblos y
montes
y las tierras de labor
de la ribera de
Almanza
Las pobres peladas cuestas,
donde pastan las
ovejas,
las cárcavas escarpadas
que las torrenciales
lluvias
labraron en las laderas;
las frondosas
arboledas
que al cielo sus copas alzan
y escoltando a
nuestro río
entre sotos y alamedas
se pierden en
lontananza.
Pueblos de color de barro,
montes de color
oscuro,
pobres tierras de labor
castigadas con rigor
por un clima hostil y
duro.
Sol que calcina la tierra;
las tormentas, las
sequías,
los vientos y las heladas
martirizan a estas
tierras
que nuestros padres regaron
con sangre, sudor y
lágrimas.
Sangre de heridas abiertas,
en el cuerpo y en el
alma.
Jornadas de estrella a estrella
con el arado y la
azada
que
encallecieron sus manos
y encorvaron sus espaldas.
Explotación y
desprecio
hacia el pobre campesino
que, ajeno a turbios
manejos
de política y partidos,
labró con tesón sus
tierras
conforme con su destino.
Sudor de frentes
rugosas,
manos callosas y honradas,
trabajo de cada día
de hombres que todo
lo dieron
sin pedir a cambio nada.
Y de sus ojos
cansados
brotaron amargas lágrimas
cuando el dolor y la
muerte,
como quién cobra un tributo,
llamaron a nuestras
casas.
Todo lo lograron solos
los labriegos de mi
tierra,
nadie les ayudó en nada
administración y
estado
sólo de ellos se acordaron
para cobrarles
impuestos
contribuciones y pagos.
Murieron sin
jubilarse
sin descanso trabajaron
de ayudas o
subvenciones
retribuciones del paro
de vacaciones
pagadas
de descansos semanales
de playas o veraneos
de excursiones o
recreos
ni siquiera se enteraron.
Austeros, parcos y
sobrios,
con poco se conformaron
un sitio en aquel
escaño
siempre cerca de las brasas
que sus miembros
calentaron
en días grises y fríos
de inviernos duros y largos.
Los humildes
alimentos
de la cosecha lograda
que Dios concede en la vida
a quien transita
este mundo
con la conciencia tranquila.
Así vivieron las
gentes
de nuestra tierra de Almanza
siempre llenos de
trabajos
y como buenos cristianos
siempre llenos de
esperanza.
Esperanza en el buen Dios
que en todo gobierna
y manda
El es quien manda la lluvia
que nuestras tierras
refresca
los vientos de primavera
para que los trigos
ciernan
sol que dora las espigas
y madura las
cosechas
y manda las alegrías
y también manda las penas
Devoción a San
Antonio
patrono de nuestro pueblo
el santo de los
milagros
que bendice las cosechas
y cuida de los
ganados
Por eso las buenas gentes
de nuestra villa de
Almanza
en tentación o peligro
o en cualquier caso inaudito
exclaman con
devoción
¡Ay San Antonio bendito!
Rogativas,
procesiones
fiestas de Semana Santa
con pasos y con
sermones
vía crucis, misereres
con tinieblas y matracas
Novenas a San
Antonio
con la iglesia abarrotada
de gentes llenas de
fé
que
con fervor y esperanza
al santo patrón pidieron
por gracia para sus
almas
y
salud para sus cuerpos
En la fiesta del
Patrono
misa solemne cantada
con sermón y procesión
cohetes atronadores
y volteo de campanas
¡Las campanas de mi
pueblo!
sonoras donde las haya
¡Que bien se oyen sus volteos
en los ámbitos
abiertos
de nuestra querida tierra
Recuerdos de una
niñez
que
aunque pobre, fue dichosa
de una juventud sin drogas
abnegada y laboriosa
todo se ha quedado
atrás
lejano,
casi perdido
con el paso de los años
que sin pausa va
tejiendo
el velo de nuestro olvido
Pero nunca
olvidaremos
a aquellos nuestros mayores
que para siempre
descansan
en el sagrado recinto
del cementerio de Almanza.
Firmado:Vicencio Eduardo Medina Díez
Nostalgia
Siempre me ha gustado
(desde muy pequeño)
salir por los campos
cerca de mi pueblo
y ver los sembrados
de trigo y centeno
los prados, las viñas,
los frondosos huertos,
sotos y alamedas
de árboles inhiestos,
los enormes robles
que hay en el rodeo,
los valles del monte,
tan verdes, tan frescos,
pastar los ganados,
oír los cencerros,
ladrar los mastines,
balar los corderos,
beber en las fuentes
y en los arroyuelos,
charlar con pastores
rudos y sinceros
que son mis amigos,
que me hablan del tiempo,
que saben y cuentan
sabrosas historias
de lobos y perros.
Pensando estas cosas
un día de mayo
que fui de paseo
por esos rastrojos,
por esos barbechos,
casi sin pensarlo,
casi sin quererlo,
me fui caminando
al Valle de Fresno.
Sentí tal congoja,
tal desasosiego,
me dio tanta pena
contemplar aquello
tan solo, tan triste,
tan árido y yerto
como las estepas,
como los desiertos.
Mentira parece
que lo que en un tiempo
fue un valle frondoso
lleno de frescura
limpio y cultivado
se haya convertido
en aquel paraje
triste y desolado.
Quedan cuatro sauces
viejos y marchitos
y entre todos ellos
no he visto ninguno
que tenga en sus ramas
tan siquiera un nido.
No queda allí nada
de lo que algún día
me llenó de gozo
cuando yo era un niño
cuando yo era un mozo
cuando cada día
montado en la Perla
guiaba las vacas
hasta aquella huerta.
Allí respiraba
la brisa del valle
suave y perfumada
cargada de aromas
llena de fragancia
impregnada de olor
a tomillo
menta y mejorana,
cuando de muchacho
por robles y sauces
trepaba ligero
buscando los nidos
de urracas y cuervos,
cuando, con mi padre,
segaba la hierba
cuando él me enseñaba
a limpiar la huerta
de zarzas, espinos,
abrojos, malezas,
a hacer estacadas,
reparar las cercas,
cuidar de las vacas,
cuidar de la yegua.
En aquella fuente
tan clara y serena
bebía un buen trago
de agua limpia y fresca
me sentaba luego
en la blanda hierba
y saboreaba
la rica merienda
que cada mañana
mi madre me daba.
¡Qué buenos chorizos
los que ella embutía,
los que ella adobaba!
¡Qué pan tan sabroso
el que ella amasaba
con amor y esfuerzo,
con sudor y lágrimas,
cansada por penas
que nunca faltaban!
Alí ya no hay nada
que a mí me interese
que a mí me distraiga
que a mí me consuele:
ni corre el arroyo
ni mana la fuente
ni las aves cantan
ni la hierba crece.
Ya no hay en las cercas
zarzales floridos
en los que anidaban
tórtolas y urracas,
zorzales y mirlos
ni llegan los tordos
en grandes bandadas
a limpiar el prado
de orugas y larvas;
ni cruzan el valle
en rápido vuelo
raudas y veloces
atemorizadas
palomas torcaces
viéndose acosadas
por los gavilanes,
halcones y azores
que son unas aves
voraces y audaces
y que se conocen
como aves rapaces.
Pasan los rebaños,
pace que te pace,
trisca que te trisca,
que arrasan el valle
y lo desertizan.
Cayó derribada
aquella caseta
donde yo encerraba
vacas y terneras
en las otoñadas.
Allí sólo encuentro
olvido, abandono,
soledad, tristeza
que me causa angustia
que me da jaqueca
que me trae nostalgia,
dolor de cabeza.
Me asaltan recuerdos
que a mí me sublevan,
que a mí me deprimen,
que a mí me marean,
me ponen enfermo,
me traen mucha pena
me arrancan suspiros
y hasta alguna lágrima
¡me cachis en diela¡
Triste y abatido
recliné un momento
mi cansada frente
en el grueso tronco
de un árbol que crece
cerca de la fuente.
Aquel viejo sauce
que en días lejanos
fue mudo testigo
de mis travesuras
y juegos de niño.
En aquel ameno
rincón, tan querido,
me hice una promesa,
(casi un juramento):
¡No he de volver nunca
al Valle de Fresno!
(desde muy pequeño)
salir por los campos
cerca de mi pueblo
y ver los sembrados
de trigo y centeno
los prados, las viñas,
los frondosos huertos,
sotos y alamedas
de árboles inhiestos,
los enormes robles
que hay en el rodeo,
los valles del monte,
tan verdes, tan frescos,
pastar los ganados,
oír los cencerros,
ladrar los mastines,
balar los corderos,
beber en las fuentes
y en los arroyuelos,
charlar con pastores
rudos y sinceros
que son mis amigos,
que me hablan del tiempo,
que saben y cuentan
sabrosas historias
de lobos y perros.
Pensando estas cosas
un día de mayo
que fui de paseo
por esos rastrojos,
por esos barbechos,
casi sin pensarlo,
casi sin quererlo,
me fui caminando
al Valle de Fresno.
Sentí tal congoja,
tal desasosiego,
me dio tanta pena
contemplar aquello
tan solo, tan triste,
tan árido y yerto
como las estepas,
como los desiertos.
Mentira parece
que lo que en un tiempo
fue un valle frondoso
lleno de frescura
limpio y cultivado
se haya convertido
en aquel paraje
triste y desolado.
Quedan cuatro sauces
viejos y marchitos
y entre todos ellos
no he visto ninguno
que tenga en sus ramas
tan siquiera un nido.
No queda allí nada
de lo que algún día
me llenó de gozo
cuando yo era un niño
cuando yo era un mozo
cuando cada día
montado en la Perla
guiaba las vacas
hasta aquella huerta.
Allí respiraba
la brisa del valle
suave y perfumada
cargada de aromas
llena de fragancia
impregnada de olor
a tomillo
menta y mejorana,
cuando de muchacho
por robles y sauces
trepaba ligero
buscando los nidos
de urracas y cuervos,
cuando, con mi padre,
segaba la hierba
cuando él me enseñaba
a limpiar la huerta
de zarzas, espinos,
abrojos, malezas,
a hacer estacadas,
reparar las cercas,
cuidar de las vacas,
cuidar de la yegua.
En aquella fuente
tan clara y serena
bebía un buen trago
de agua limpia y fresca
me sentaba luego
en la blanda hierba
y saboreaba
la rica merienda
que cada mañana
mi madre me daba.
¡Qué buenos chorizos
los que ella embutía,
los que ella adobaba!
¡Qué pan tan sabroso
el que ella amasaba
con amor y esfuerzo,
con sudor y lágrimas,
cansada por penas
que nunca faltaban!
Alí ya no hay nada
que a mí me interese
que a mí me distraiga
que a mí me consuele:
ni corre el arroyo
ni mana la fuente
ni las aves cantan
ni la hierba crece.
Ya no hay en las cercas
zarzales floridos
en los que anidaban
tórtolas y urracas,
zorzales y mirlos
ni llegan los tordos
en grandes bandadas
a limpiar el prado
de orugas y larvas;
ni cruzan el valle
en rápido vuelo
raudas y veloces
atemorizadas
palomas torcaces
viéndose acosadas
por los gavilanes,
halcones y azores
que son unas aves
voraces y audaces
y que se conocen
como aves rapaces.
Pasan los rebaños,
pace que te pace,
trisca que te trisca,
que arrasan el valle
y lo desertizan.
Cayó derribada
aquella caseta
donde yo encerraba
vacas y terneras
en las otoñadas.
Allí sólo encuentro
olvido, abandono,
soledad, tristeza
que me causa angustia
que me da jaqueca
que me trae nostalgia,
dolor de cabeza.
Me asaltan recuerdos
que a mí me sublevan,
que a mí me deprimen,
que a mí me marean,
me ponen enfermo,
me traen mucha pena
me arrancan suspiros
y hasta alguna lágrima
¡me cachis en diela¡
Triste y abatido
recliné un momento
mi cansada frente
en el grueso tronco
de un árbol que crece
cerca de la fuente.
Aquel viejo sauce
que en días lejanos
fue mudo testigo
de mis travesuras
y juegos de niño.
En aquel ameno
rincón, tan querido,
me hice una promesa,
(casi un juramento):
¡No he de volver nunca
al Valle de Fresno!
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