D esde antes de que yo naciera, El Reloj de La Torre avisaba al pueblo del paso de las horas. Las noches de tormenta se veían tranquilizadas, por el tañir sereno de la campana, que apaciguaba miedos, de quienes temen a Dios y al trueno. Son las doce. El Reloj de La Torre, contaba las horas del insomnio, lentamente, de media en media, haciendo más larga la vigilia, como contando el tiempo hasta la vida. Una, dos,tres. Luego despertaba, por fin, al gallo amigo del sol y sacudía perezas, desentumecía músculos y acompañaba por las calles viejas, pero recién puestas, al labrador, camino de la senda del arado o presto para acarrear el pan, aún en espigas. Ya son las seis. El Reloj de La Torre contaba las horas del trabajo, ejercía la tiranía sobre los brazos doloridos. Y la cabeza agachada sobre los cabones, contaba campanadas, hasta la hora de “echar las diez”. A veces la lejanía del pueblo hacía inútil el tañido y el labrador sustituía las cam