El reloj de la torre
Desde antes de que yo naciera, El Reloj de La Torre
avisaba al pueblo del paso de las horas.
Las noches de tormenta se veían tranquilizadas, por el tañir
sereno de la campana, que apaciguaba miedos, de quienes temen a Dios y
al trueno. Son las doce.
El Reloj de La Torre, contaba las horas del insomnio,
lentamente, de media en media, haciendo más larga la vigilia, como
contando el tiempo hasta la vida. Una, dos,tres.
Luego despertaba, por fin, al
gallo amigo del sol y sacudía perezas, desentumecía músculos y
acompañaba por las calles viejas, pero recién puestas, al labrador,
camino de la senda del arado o presto para acarrear el pan, aún en
espigas. Ya son las seis.
El Reloj de La Torre contaba las horas del trabajo, ejercía la
tiranía sobre los brazos doloridos. Y la cabeza agachada sobre los
cabones, contaba campanadas, hasta la hora de “echar las diez”.
A veces la lejanía del pueblo
hacía inútil el tañido y el labrador sustituía las campanadas, por la
sombra de la vara, apuntando a Peñacorada, para calcular que son cerca
de la una y media.
Las dos. Hora de ver sentadas a la mesa, las razones que hacen
apretar los dedos a la hoz, de sorber las sopas, de tentar el porrón de
vino, de sucumbir luego a la dulce tentación del sueño, tras la
comida.
Se oyen los cencerros del ganado, que acude a la llamada del
cuerno. Salen las vacas a la vecera y se oyen, tras el cuerno, los
avisos a la galbana de cuatro campanadas.
Campanada a campanada, con la
parsimonia de la rutina, El Reloj de La Torre, da la hora de los rezos,
de la cena, de oír el parte de la radio, de descansar. Son las once de
la noche.
Siempre fue así, toda la vida lo vi yo. El Reloj de La Torre
daba vueltas continuamente, un día tras otro sin cansarse.
Hasta que un día, después del
cuerno de la tarde, se paró su corazón de metal durante años. La
conformidad ante la desgracia y el abandono, vio al Reloj de La Torre
marcar permanentemente las cuatro y media.
Muchos años sin reloj vivo en la
torre, hicieron que los vecinos olvidasen su presencia, junto a las
campanas. Que en vez de ser público el horario de las gentes, cada cual
viviese a su propia hora, desconectados unos de otros.
Pero al cabo de unos años,
alguien reparó en tanta discronía y decidió dotar al Reloj de La Torre
de un corazón eléctrico, que volviera a poner en marcha el pulso de los
vecinos.
Los nuevos tiempos trajeron
nuevas costumbres y había un encargado de enseñar al Reloj de La Torre
qué es un horario de verano o de invierno.
Cada fin de octubre, o de marzo,
el encargado y su pereza, olvidaban sus obligaciones de ayudar al
Reloj de La Torre, a cambiar sus biorritmos y los vecinos del pueblo, a
trancas y a barrancas sumaban o restaban una de las campanadas, para
saber la hora exacta.
Años y años, El Reloj de La Torre, seguía con su ritmo
inalterable, sabiendo una hora y dando otra, acumulando retrasos y
adelantos, con un resultado cero, pero ganando unas horas y perdiendo
otras a sabiendas.
Un domingo de marzo, el último de marzo, me despertaron las
campanadas continuas y enloquecidas del Reloj de La torre, que preso de
la confusión entre las horas y los horarios, giraba sus agujas en una
marcha atrás desesperada.
Me asomé a la ventana y vi nevar, el cielo gris y en la radio
decían que hoy es venticinco de diciembre, Navidad.
D
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